Ya no quedan zonas vírgenes en la Tierra

Es difícil encontrar en el mundo alguna parte que todavía permanezca virgen, no hollada por el paso del hombre. Es por otra parte intempestivo el carácter que el hombre suele imponer a los sitios donde pone su planta, y sobre todo, si se trata del hombre civilizado. 

Hay que tener en cuenta que las experiencias que uno ha ido cosechando a lo largo y a lo ancho del viejo planeta siempre demuestran que sea en la India, sea en Africa o sea la China, se encuentran hoy en día muy pocos lugares donde no se vea un poste telegráfico, donde no se vea un mojón que indique algo, donde no se vea, en fin, un bote, posiblemente de Coca-Cola, abandonado sin saber de qué forma y que haya podido llegar, quizás mágicamente, hasta ese récondito rincón del mundo. 

Yo tuve mi primer contacto con una tierra que yo creía virgen, que yo creía absolutamente preservada de las huellas de lo que llamamos civilización y de sus secuelas, o si ustedes prefieren heridas, cuando visité la gran cuenca del Amazonas. Yo iba en busca de Monseñor Casaldaliga, el poeta de la teología de la liberación, que estaba perdido en algún lugar de la fabulosa cuenca del Tocantins, que abarca cerca de siete millones de kilómetros cuadrados de selva tropical. 

Como ustedes seguramente saben, el caudal del Amazonas es mayor que el de cualquier otro río del mundo con unos ciento ochenta mil metros cúbicos por segundo en gran parte de su tramo final hasta su desembocadura. Pablo Neruda en su canto general escribió como homenaje a este gigante de la Amazonia: «Eres cargado con esperma verde/como un arbol nupcial, eres plateado,/por la primavera salvaje,/eres enrojecido de maderas,/azul entre la luna de las piedras,/vestido de vapor ferruginoso, lento como un camino del planeta». La palabra del poeta era cabal para describir ese Amazonas impresionante con el que me encontré en mi viaje en busca del «obispo rojo». 

Un obispo que desafiaba a los terratenientes de toda la zona y que había sido amenazado de muerte e incluso sufrido algún que otro atentado por aquella intrincada placidez aparente del paisaje, que cualquier viajero no iniciado podría describir como un lugar apenas habitado por el hombre. 

De vez en cuando podía verse alguna que otra canoa casual ocupada por los nativos discurrir por el río; pero más tarde, según me adentré en la selva en busca de Casaldaliga y empezé a moverme por la amplitud del paisaje, encontré, sorprendido, úlceras que el hombre en su habidez de riquezas ha ido abriendo en el corazón de esa selva amenazando su integridad y con ello amenazando la gran esperanza de conservar nuestra atmósfera lo más pura posible. 

Cuando finalmente encontré a monseñor Casaldaliga en la ribera del río Dos Mortos, recuerdo que hablamos de aquel paisaje. Y él, con su acento inconfundible de poeta, refiriéndose al hecho de la destrucción de la Amazonia me dijo en esa ocasión: «Es tarde,/pero es madrugada si insistimos un poco/ en salvar el futuro del hombre».

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