Sean Connery es modelo de Louis Vuitton

James Bond ha sido varios-rios machos, pero a uno siempre le sale el mismo: Sean Connery.

Connery, hoy, tiene 80 años de modelo de Louis Vuitton, eternizado por Annie Leibovitz, con panamá de viajero y un fondo de nubes de las Bahamas que va a tope con la figura imponente de nuestro elegante, a la que le va bien cualquier fondo, la verdad.

Connery conserva dos de las claves de toda elegancia: la estatura de delgado y la cabeza de estatua. Ya casi nadie le recuerda sin barba, pero sin barba también era un señor distinto al que los trajes le quedaban como un premio a su esqueleto de atleta que se mueve con pereza. Le sobra estilo inglés, se ponga como se ponga. Alguna vez leí que queda encumbrado entre los más elegantes hombres de los últimos 50 años, y eso es como decir que su elegancia es clásica, pero se ha hecho eterna. Junto a él, Paul Newman y Johnny Depp, citando dos ejemplos distintos y casi contrarios.

Pasa la moda, y queda el estilo, como me parece que diagnosticó Coco Chanel. No abundaré en mi preferencia de Connery, entre los diversos protagonistas de la serie de Bond, pero sí entiendo que vence a todos porque su virilidad se presenta más irrepetible, y porque es el más viejo. El propio Ian Fleming, autor de los libros inspiradores de la serie, hizo a James Bond hijo de un caballero escocés, después de conocer a Connery, que modificaba así, con su facha, la biografía de un personaje de ficción. Pierce Brosnan o Daniel Craig van de Bond, pero Bond siempre quiso ir de Sean Connery. La verdad es que todos los actores de esta saga o serie nos salen como parroquia privada de elegantes, dentro de la abierta elegancia masculina de ahora y de antes. Lo que pasa es que Connery siempre resulta él, a pesar de James Bond. A pesar de los trajes pulcros que llevan todos los de esas películas y los relojes fascinantes de mirar la hora de haber quedado con Ursula Andress, Carole Bouquet o Halle Berry.

Algún día, le dio la prensa por muerto, y él salió resucitado con un traje de luto alegre. Tiene el título de Sir, pero esto es detalle casi irrelevante, porque un bigardón así es ya Sir por genética, y los títulos se acumulan como adorno biográfico.

Se nota aún, para bien, en su veterana arboladura, que fue peón de granja, y hay algo en él de la tristeza de los gigantes, que todavía se reafianza más con la barba de cana, que le pone un prestigio quizá falso de filósofo o navegante, pero prestigio al fin y al cabo.

Cuentan que juega bien al golf, y que en un torneo conoció a su mujer. Hasta hoy. Me parece que ya no tiene casoplón en Marbella, pero ahí pasó temporadas, dándose a la mejor vida del sol interior y del otro.

Hasta la fama mundial la ha llevado sin más estruendo que ir recogiendo premios como el que va a un cumpleaños de la familia.

Estuvo alistado en la Marina británica, y de entonces le quedan dos tatuajes medio ocultos, como cicatrices a la tinta del hombre de acción que fue y acaso aún es hoy. Como bordaduras canallas en su físico exquisito de macho esbelto que cede la puerta a las damas. Lleva tatuajes por dentro, sí, y también por dentro llevó siempre la pajarita de Sir.

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